Llegamos a la vida con el alma limpia y el corazón lleno de sueños, convencidos que nunca el dolor nos tocará el alma, pensando que las tristezas son para otros y que nosotros somos inmunes a los avatares de la vida pero un día, sin apenas pensarlo, entramos de lleno en la esfera de ser humanos y el dolor nos taladra la materia y la angustia nos inunda los sueños.
Era tan fácil cuando planeamos el viaje, desde casa, a este planeta tierra. Compraríamos unas vacaciones que durarían algunos años, con la secreta intención de conocer qué era eso de tener cuerpo y sangre y movimiento y sentir que vivíamos un poco más allá de ese espíritu que hemos sido desde el comienzo. Pensamos que nunca tendríamos que pagar la osadía de venir al mundo de la materia, convencidos como estábamos que se trataba simplemente de un paseo por estos lugares sólidos y concretos.
Pero no era así, en cualquier momento habremos de sentir la fatiga del viaje, el cansancio de habitar la materia, la tristeza de tener sentimientos humanos, tan limitados, tan ajenos y llenos de egoísmos y mezquindades que nos parecen un absurdo a nosotros, los espíritus que habitamos desde siempre el universo de la conciencia.
Por eso ahora, cuando el viaje deja de ser un eterno sueño, una aventura intensa de habitar la materia, debemos apelar a la sabiduría de espíritus eternos para no dejar que la tristeza cobije nuestro breve tiempo en estos lugares a los cuales vinimos sólo de paseo.
También la tristeza, el desengaño, el comprender que no todos los espíritus sueñan el mismo sueño, son componentes del viaje que compramos un día, cantando y sonriendo. Al llegar a casa reiremos de nuevo, conversando con los amigos de las cosas extrañas que vivimos en los reinos de la materia, en esos breves días en que habitamos entre los hombres y fuimos, por un instante, ajenos a lo que somos: los espíritus eternos que transitamos como materia negra por los rincones del universo.
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