Aquel
día, al internarse en el bosque, no sospechó nada. Siempre había sido igual:
llegaba, mataba treinta o cuarenta árboles, los despedazaba y se llevaba los
troncos más grandes, dejando el lugar inundado del llanto de los pájaros y de
sangre verde y de hojas muertas. Luego, a vender los troncos al fabricante de
los objetos inútiles y a gastarse en licor el pago.
Pero
aquella mañana algo había cambiado aunque él no lo notara. Los árboles le
cedían el paso y los pájaros le acompañaban con sus cantos, el camino había
ocultado sus guijarros y era de suave arena. Llegó al lugar elegido para
comenzar la matanza pero de la espesura brotó, como por encanto, un hombre con
la piel arrugada de años y la sonrisa abierta a los sueños y, a una orden suya,
un árbol joven y robusto estiró sus ramas e hizo prisionero al asesino.
Los
árboles se acercaron al cautivo y le contaron sus historias vegetales y los
pájaros hicieron nido en su cabeza, el viejo, una vez que la impotencia había
reducido los ímpetus del prisionero, le explicó el origen de la vida y los
secretos que llegan a través de la savia. Al leñador le nacieron raíces y
lianas y hojas verdes y ahora es uno más de los habitantes del bosque.
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