El
viejo me entregó una pequeña cajita y se alejó para siempre. Lo había conocido
la misma noche en que nació. Aquello no lo recordaba pero mi madre me contó
cómo el viejo había atendido el parto y cómo, poniéndole una mano en la frente,
había evitado que sintiera dolor alguno.
Después
del nacimiento el viejo se quedó viviendo en casa, los animales y los objetos
parecían obedecerle, cambiaba de lugar las sillas con solo mirarlas y hacía que
una gallina pusiese catorce o quince huevos en tres o cuatro minutos o alejaba
la lluvia con solo decirle a las gotas
tres o cuatro frases inteligibles.
Mi
madre murió el día de ayer, a pesar de los conjuros y extrañas ceremonias que
el viejo realizó. En la mañana la dejamos en el cementerio y el viejo,
rompiendo el silencio en el cual se había encerrado desde el deceso, me dijo:
-La
gente no muere, dejan el cuerpo y se vuelven pequeños, tan pequeños que no los
vemos y se van por los días corriendo alegres tras los segundos y los sucesos, pero
yo he logrado encontrar a tu madre y la he metido en esta pequeña caja. Llévala
contigo y no la abras, no quiero que pueda extraviarse. Cuando al fin abandone
mi cuerpo vendré a reunirme con ella y, si tú lo quieres, en tu momento, ven
con nosotros y continuaremos siendo tan felices como siempre. - Luego, se alejó
en silencio y se perdió en la distancia, entre el espacio y el tiempo.
Y
aquí estoy, en la soledad de mi cuarto de siempre, con la sola compañía de mi
madre viviendo dentro de la pequeña caja, en el mundo microscópico de todos los
muertos.
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